viernes, 19 de marzo de 2010

Dolia

Después de casi 7 años todavía veo, en mis sueños, la antesala del Estado Mayor de la Seguridad del Estado, con sus largos bancos de madera y los grupos de familiares atemorizados, sin hablar apenas, rodeados de militares de caras hoscas y ojos torcidos, esperando durante horas la visita de 5 ó 10 minutos a la semana que nos permitían las autoridades. Al caminar por el vericueto de pasillos hasta la habitación designada para que se efectuara el encuentro, sentía que se me helaba la sangre, luego en ella, oía el sonar de cadenas y cerrojos: se acercaba mi esposo con un guardia que advertía: “sólo temas familiares, nada del proceso de instrucción”.
Una imagen recurrente de mis pesadillas es la de una mujer gritando, empujada por varios guardias y expulsada del recinto con violencia: esa mujer era Dolia Leal Francisco, esposa de Nelson Aguiar, condenado a 13 años porque es el presidente del Partido Ortodoxo Cubano.
El domingo siguiente a este suceso, la encontré en la Iglesia de Santa Rita recogiendo firmas para pedir la libertad de los detenidos.
Batalladora infatigable. Se ufanaba de ser, en ese momento, la dama de blanco con más edad y su rostro resplandecía cuando le aseveraban lo bien que lucía. No escatimaba ocasión para hablar de su esposo encarcelado y a veces teníamos que decirle: “¡Oye, ya nosotras sabemos eso! ¿Es que acaso Nelson es el preso más preso?” Porque había adoptado el papel de la prensa cubana que se nos negaba y donde quiera que llegaba, sea casa de un disidente o en la cola de la guagua, repetía sin desmayo su denuncia sobre las condiciones en que estaban las víctimas de la nueva ola represiva.
Esta fue, en realidad, la primera vía que usamos las damas de blanco para hacer conciente al pueblo de Cuba de lo que estaba pasando. De regreso de su primera visita a la penitenciaria de Guantánamo, adonde habían trasladado a Nelson después de la huelga de hambre que protagonizaron varios presos políticos en la prisión de Boniato, nos narró la siguiente anécdota:
Para trasladarse hasta el penal en las afuera de la ciudad, había que hacerlo en carretones tirados por caballos. Los carretoneros montaban hasta 15 personas y la mayoría tenía que viajar de pie bajo el ardiente sol. La gente apiñada, malhumorada y sudorosa hablaban en alta voz, se empujaban y decían groserías. De pronto la voz de Dolia se escuchó impaciente: “¡Pero qué barbaridad, hasta cuando Fidel Castro abusará de la paciencia del pueblo!”. Se hizo un silencio de muerte, sólo el repiqueteo de los cascos de los animales sobre el camino.
Ella sabe que se arriesga mucho, sabe que los cubanos están llenos de violencia; que gritan hasta desgañitarse al vecino que se cogió el último cubo de agua que quedaba en el tanque, se lían a golpes con el que en la cola de los huevos se saltó el turno, amenazan con matar al chofer del camello si se lleva la parada, en fin, que tantos años de humillaciones y de represión no nos han enseñado a encaminar nuestra cólera hacia el verdadero culpable, sino que nos peleamos unos contra los otros sin que nos atrevamos a enfrentarnos a quiénes, ya desde hace mucho, sabemos, los responsables de nuestras calamidades.
Dolia conoce todo esto pero no se amilana y con el cuello estirado y la cabeza alta transmite su información sobre los encarcelamientos de marzo, sólo se oye su voz, mira alrededor y su mirada choca con ojos asombrados, aterrados, huidizos.
Nos contó que llegó sola en el carretón a la cárcel, las demás personas se bajaron antes de que transcurriera el primer kilómetro después de su arenga. ¡Qué suerte que no estaba ningún agente de la policía política para organizar un mitin de repudio!
Cinco años más tarde vi por la televisión de Miami de nuevo a Dolia, arrastrada por mujeres policías para sacarla junto a otras nueve damas de blanco de la llamada Plaza de la Revolución, donde habían iniciado una acción para pedir la libertad de los prisioneros de opinión cubanos y protestar por el tratamiento inhumano que sufren en las prisiones.

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